Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1876-1877 (Cortes de 1876 a 1879)
Sesión: 15 de marzo de 1876
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 23, 424-435
Tema: Contestación al discurso de la Corona

El Sr. Sagasta sigue en el uso de la palabra.

El Sr. SAGASTA: Siempre que he levantado mi humilde voz en este sitio, Sres. Diputados, he tenido la fortuna de obtener, más sin duda que por merecida, por necesitada, la benevolencia del Congreso. Abrigo, por lo tanto, la fundada esperanza de que no ha de faltarme hoy, que más que nunca la necesito, porque preocupados los ánimos con la próxima llegada de nuestro ejército vencedor, y henchida de satisfacción el alma por la conclusión de la guerra, y venida la anhelada paz después de una lucha fraticida, cuyas desventuras no lloraremos nunca bastante, ni tampoco las víctimas sacrificadas por la libertad, no cabe en mí, Sres. Diputados, la suficiente tranquilidad para discutir, ni en vosotros, la bastante paciencia para escucharme.

Yo hubiera, pues, guardado silencio, si deberes políticos, en otra ocasión para mí gratos, hoy verdaderamente penosos, a romperle no me obligaran, aun a riesgo de interrumpir la alegría patriótica que embarga los ánimos, en cuyo nombre, rebosando gozo, se visten de fiesta los corazones. Despojándome, con sentimiento, siquiera sea por breves instantes, de las galas del entusiasmo, y en la confianza de vuestra benevolencia, voy a desempeñar la tarea que me he impuesto, discutiendo el proyecto de contestación al discurso de la Corona, y examinando al mismo tiempo la política general del Gobierno, como es costumbre en estos siempre solemnes debates.

Es el dictamen de contestación paráfrasis del discurso de la Corona, y como él, frío, incoloro, vago: nada se dice, nada se resuelve, nada se determina que nos explique la conducta del Gobierno en lo pasado y nos advierta de sus propósitos para lo porvenir; y en vez de estar inspirado en la fe, en la decisión y en la claridad, siempre y ahora más que nunca necesaria en la acción directiva de los Gobiernos, parece modelado en la vaguedad, en la incertidumbre y en la vacilación. ¿Quién podría decir al leer este documento, indeciso y helado, que en estilo trivial y sibilítico nos presenta sólo frases y calla en todo cuanto importa; quién pudiera decir, Sres. Diputados, que se trata de un discurso puesto en labios de un Monarca que inaugura un nuevo reinado después de las profundas perturbaciones políticas y sociales por que ha atravesado este país; que está dirigido a los Representantes de la Nación, encargados nada menos que de hacer la ley fundamental del Estado? Nadie podría suponerlo, si no fuera por las declaraciones que el Gobierno ha venido haciendo en el curso de este debate y por los antecedentes que todos tenéis.

Y es que el Gobierno, impelido por dos voluntades que se contrarían, por dos tendencias que se repelen, por dos fuerzas que se destruyen, trata de resolver por términos medios, imposibles, dado lo irreconciliable de los extremos, las grandes dificultades; y por lo visto las pretende resolver a la manera de aquellos dos personajes que, habiendo decidido presenciar juntos las fiestas de la Semana Santa, y ponderando el uno las excelencias de las procesiones de Madrid, y exagerando el otro los esplendores de las solemnidades religiosas de Toledo, acordaron, después de larga y detenida discusión, como término medio, presenciar las festividades, la magnificencia, el esplendor del culto, entre Pinto y Valdemoro. [424]

Pero tal como es el discurso de la Corona, y aun a riesgo de quedar helado en la frialdad de sus razones, ante las cuales apenas hay otras que basten a dar vida a las ideas, voy yo a exponer las mías, si bien con la consideración y el respeto que aquí mutuamente nos debemos, con la franqueza y lealtad que ante todo debemos a nuestro país.

Para desembarazarme de la parte del dictamen que a la política exterior se refiere, me ocuparé de ella en primer término, aunque tengo poco que decir después de las palabras que a este punto dedicó, en su elocuente discurso, mi querido amigo y compañero el Sr. Romero Ortiz.

Como la comisión, desea el partido constitucional que a la desastrosa política de familia, que no en lejanos tiempos se seguía, con relación a las Naciones extranjeras, se adopte una política verdaderamente nacional, franca y honrada; una política que, arrancando del derecho y basando sobre la justicia, se levante apoyada en el principio lealmente proclamado y religiosamente cumplido, de estricta neutralidad. Reconociendo, según este principio la Nación española en todos los demás el derecho absoluto de arreglar sus asuntos interiores como lo crean conveniente, debe tener la justa pretensión de que igual derecho sea para ella reconocido. El Gobierno, y en esto puede contar con el decidido apoyo del partido constitucional, y creo que con el de todos los partidos españoles, debe, por consiguiente, estar resuelto, tanto a no mezclarse en los asuntos interiores de ningún pueblo, como decidido a no consentir que ninguno se mezcle en los nuestros.

Si dentro de esta política franca y leal, la Nación española tiene, como no puede menos de tener, algunas pretensiones para ver de recuperar su antiguo esplendor sin menoscabo de las demás; si dentro de esta política honrada tiene la nación española alguna de esas pretensiones, debe manifestarlas en tiempo oportuno, con completa sinceridad, porque esas pretensiones son naturales, legítimas y justas, y porque aun siendo justas, legítimas y naturales, la Nación española no busca su realización ni por la astucia ni por la fuerza, sino en el mutuo consentimiento, en la recíproca voluntad, en el común acuerdo con todas aquellas Naciones que puedan estar unidas a España con los lazos de la libertad, de la civilización y del progreso.

De esperar es, Sres. Diputados, que habiendo seguido, siguiendo esta política noble, el arreglo de las diferencias que existen entre la Nación española y los Estados Unidos alcance pronto y feliz término.

La lucha de Cuba, como todas las luchas fraticidas, ha ocasionado excesos que no pueden encontrar nunca disculpa, pues han sido el resultado de crímenes atroces y de actos de horrible ferocidad. Pero bueno es advertir también que a pesar de esos crímenes atroces, a pesar de esos hechos de ferocidad, a pesar de la indignación de que más de una vez se ha visto poseída aquella isla al ver poner precio a los asesinatos de nuestros soldados y de nuestros voluntarios, nunca se han presenciado los horrores, las violencias y las matanzas de que nos dan ejemplo otros países civilizados, y que ahora en santa paz parecen olvidarse de lo que tuvieron que hacer para conseguirla, y que se asombran de lo que nosotros para conseguirla hacemos.

Los Estados Unidos saben mejor que ninguna otra Nación lo difícil que es sujetar a reglas y medidas las disposiciones y los propósitos de un Gobierno en luchas fraticidas, porque no hace mucho tiempo que ellos fueron víctimas de una guerra civil semejante a la nuestra, aunque para ellos más ventajosa, porque el territorio insurreccionado estaba bajo la acción inmediata y directa del Gobierno central, mientras que el nuestro está a larga distancia y al otro lado de los mares.

Si los Estados Unidos saben esto mejor que ninguna otra Nación; si reconocen, como no pueden meno de reconocer, por las dificultades y por los obstáculos que ellos en su guerra fraticida experimentaron, los inconvenientes y las dificultades con que nosotros tropezamos en la nuestra; si aquella insurrección no ha adquirido nunca el carácter de guerra regular, ni ha dispuesto de un punto importante y permanente, ni ha tomado apariencias de gobierno, ni ha tenido otro carácter que el de bandolerismo, sin otro fin que la destrucción, la ruina y el incendio del país; de esperar es, repito, de la buena voluntad de los Estados Unidos, que lejos de procurarnos dificultades, nos suministren su buena voluntad para el arreglo pronto e inmediato de nuestra diferencias, a fin de que podamos congratularnos en breve de la amistad completa de los Estados Unidos, como nos congratulamos de la amistad completa de las demás Naciones.

Ya que al ocuparme de los Estados Unidos he tropezado con Ultramar, hablaría de Ultramar si tuviera valor para hacerlo mientras existía la guerra; pero no puedo hablar. Mientras allí exista la guerra; pero no puedo hablar. Mientras allí exista la rebelión; mientras haya un rebelde que grite "muera España", el Gobierno no debe abrigar más pensamiento ni otra idea que salvar a todo trance, y cueste lo que cueste, la integridad de la Patria. España, antes de perder un pedazo de su territorio, está dispuesta a quemar su último cartucho y a derramar la última gota de su sangre. El Gobierno, no sólo debe mandar allí todas las fuerzas que consienta la pacificación de la Península, sino que debe hacer por enviar todos los recursos necesarios; que este país tiene muchos cuando se trata de su honra, cuando se trata de su integridad y de su independencia; y debe el gobierno además tomar las medidas necesarias contra los traidores que en la Península atentan a la vida de la Nación; contra los que, olvidándose de que no se puede atentar a la integridad de un país, alientan y excitan a los rebeldes que, ocultos en los bosques y con las armas en la mano, matan traidoramente a nuestros soldados y a nuestros voluntarios.

Después de estas ligeras observaciones, que no he hecho más que apuntar, porque sobre estos asuntos magistralmente habló mi amigo el Sr. Romero Ortiz, voy a entrar en el examen de la política interior.

La primera cuestión que en la política interior se nos presenta, es naturalmente la que embarga todos los ánimos; la cuestión de la guerra, en la cual claro es que el Gobierno ha sido afortunado. Pero la terminación de la guerra, lejos de habernos sorprendido, ha venido a confirmar los propósitos que teníamos, porque cuantos nos querían oír nos han oído que, dados los elementos de que ya podía disponer el Gobierno, la guerra no podía salvar el verano pasado; y tenemos la pretensión de que así como acertamos en el primer pronóstico, hubiéramos acertado en el segundo, si ciertos acontecimientos políticos no lo hubieran venido a estorbar, y si no lo hubiera impedido la espera a que dieron lugar ciertos medios de transacción que en un principio, sin éxito ninguno, se intentaron.

Pero de cualquier modo, la guerra está felizmente [425] terminada; lo que importa es no equivocarse sobre la significación de la guerra cuya última batalla se ha librado en las montañas del Norte. No es una guerra de familia; no es una guerra de un nombre contra otro nombre, de una familia contra otra familia; no ha sido siquiera la guerra de una dinastía contra otra dinastía. No; ha sido una lucha de una idea contra otra idea; ha sido esa lucha constante, tenaz, eterna, de lo pasado contra lo presente; del fanatismo contra la religión; de la idea absolutista contra la idea liberal; de la reacción contra la libertad. Si los ultramontanos de todas partes han escogido nuestro suelo como campo de batalla donde hacer la última prueba, y si a él han mandado todos sus medios, todos sus recursos, y hasta sus hombres más decididos y valerosos, para arruinar nuestras ciudades, para desolar nuestros campos, para derramar abundantemente nuestra sangre, nos han proporcionado la gloria, aunque muy cara, de que los liberales españoles hayan hecho morder el polvo a los ultramontanos de toda Europa, y de que la libertad en España haya triunfado sobre el absolutismo de todas partes. La guerra llamada de los siete años, que nos costó tantos sacrificios, tantas ruinas y tanta desventura, nos proporcionó al fin y al cabo el sistema representativo en España.

Que la sangre, que las ruinas, que las desventuras ocasionadas por esta guerra, no menos terrible que aquella, no sean, Sres. Diputados, de enseñanza perdida.

La guerra ha terminado, y ha terminado como debía terminar, gracias a la solicitud del Gobierno, que yo no le he de escatimar al Gobierno lo que al Gobierno corresponda; gracias a la solicitud del Gobierno, gracias a los esfuerzos de los partidos liberales, gracias a los inmensos sacrificios del país, gracias al heroísmo del ejército.

El partido constitucional, pues, se adhiere con toda la efusión de su alma a la manifestación de júbilo y entusiasmo que consigna en su dictamen la comisión, saludando así en el término de la guerra una nueva era de paz y ventura. ¡Loor, pues loor al joven Monarca que, como representante de la idea liberal y como primer soldado de la libertad, ha ido a compartir con los soldados de la libertad las fatigas y las penalidades de la guerra para conquistarnos la paz y traernos, como arruinado vencedor, el ramo de oliva en la mano! ¡Loor a los valientes jefes y oficiales de nuestro ejército, que en medio de montañas que vomitaban hierro y fuego, han sabido, no solo vencer al carlismo (que eso era poco para su valor), sino humillar y abatir el régimen absolutista en todo el mundo! ¡Loor al Gobierno, que ha tenido la fortuna de dirigir las fuerzas que nos han conducido a tan dichoso acontecimiento, recogiendo el fruto de la semilla que otros Gobiernos han sembrado con tantas penalidades! ¡Loor sobre todo al país, a este país tan querido de todos nosotros, como desventurado, que escogido como campo de batalla por los reaccionarios de todas partes, deshecho completamente hace apenas dos años, en medio de su disolución se despierta, se levanta, pone 300.000 de sus hijos sobre las armas, los organiza, los dispone para la pelea, y como las naciones más potentes del mundo, hace un esfuerzo gigantesco y se salva!

Y una palabra de consuelo, Sres. Diputados, y una palabra de consuelo para los que, en medio de la alegría general, lloran, tristes, la pérdida de algún ser querido; un recuerdo de sincero pésame, un recuerdo para los que, en medio de la algazara pública, sienten más acerbos sus pesares y más punzantes sus heridas. Pidamos, pues todos, con toda la efusión de nuestros corazones; pidamos todos paz allá en las alturas para las almas de los que han sido víctimas de nuestras discordias civiles, y consideración, respeto y solicitud para sus padres, hijos, viudas y hermanos en este valle, que, aun en medio de la alegría más general, no deja de ser ni por un momento valle de lágrimas.

Afortunados en la cuestión de la guerra, no lo habéis sido tanto en las demás cuestiones, y aun pudiera decir que en muchas habéis sido completamente desdichados. Como la Hacienda es hermana inseparable de la guerra, y la sigue como la sombra al cuerpo, porque al fin y al cabo la Hacienda es el medio de la guerra, yo diría algo de la Hacienda si me atreviera; pero declaro que no me atrevo, ni creo oportuno en este momento. Sres. Diputados, entrar en el examen de la Hacienda española, y mucho menos en la crítica de este vital ramo de la administración pública.

Yo que conozco los esfuerzos que han hecho mis dignos compañeros en ese departamento; yo que he participado de los sinsabores que han sufrido con las urgencias terribles y las necesidades apremiantes de la guerra, comprendo bien los esfuerzos que habrá tenido que hacer y los sinsabores por que habrá pasado el actual Sr. Ministro de Hacienda, aunque en más bonancibles tiempos. La guerra ha terminado, han terminado con ella las urgencias perturbadoras y mortales de la fuerza; pero con la paz, Sres. Diputados, empiezan las verdaderas dificultades de la administración económica de este país, hasta tal punto, que no sé cuándo tener más lástima al Sr. Ministro de Hacienda, si antes o después de terminada la guerra. Por eso, si hubiera venido con el propósito de combatir al Sr. Ministro de Hacienda, declaro que me hubiera faltado ánimo para ello. Me limito únicamente a recomendar que hagamos Hacienda pronto, muy pronto, demostrando que si la Nación española es desgraciada, es también una Nación honrada; para lo cual debe, con valor y resolución, ponerse de manifiesto el estado angustioso de nuestro Tesoro.

Debemos hacer ver que fuerza mayor nos ha conducido a tan triste situación; y después, examinando hasta dónde podemos llegar sin desatender en lo que sea necesario las fuerzas vivas del país, sus fuerzas productoras, destinemos lo que podamos a cumplir con honradez aquello a que con honradez nos hayamos comprometido.

Vengan, pues, aquí unos presupuestos nivelados sin ilusiones; reduzcámonos a vivir una vida modesta y económica, disminuyendo y reduciendo los gastos a lo más indispensable, para que no se agoten las fuentes de producción; y lo demás, quede lo que quede, inviértase en el arreglo de nuestra deuda, en cuyo caso nadie tendrá derecho a pedirnos más: habremos cumplido como buenos.

Ningún Gobierno desde el establecimiento del sistema representativo en España se ha encontrado en condiciones tan favorables como éste para inaugurar aquella política de concordia con los partidos que militan dentro de la legalidad, y que es de todo punto indispensable para el afianzamiento de las instituciones y para la buena gobernación del Estado. Y no sólo no se ha encontrado ningún Gobierno en condiciones tan favorables como éste para conseguir ese excelente resultado, sino que ninguno se ha visto tan imperiosamente impedido a procurarlo, porque imperiosamente lo demandaban antes, y lo demandan ahora, los nuevos intereses [426] políticos que el Gobierno está llamado a afianzar en primer término, y sin cuyo afianzamiento, Sres. Diputados,, es imposible que hay aquella buena inteligencia que hace que los partidos, los unos en la oposición y los otros en el gobierno, conservando, sin embargo, cada cual sus doctrinas, sus aspiraciones y hasta sus procedimientos, se guarden las mismas consideraciones que deben guardarse los hijos de la misma Patria, contribuyendo al sostenimiento de la obra que les es común, y ayudándose mutuamente, sin llegar a destruirse y destruir al propio tiempo las mismas instituciones que les sirven de base; que no hay instituciones que resistan a la discordia y al encono de los partidos que deben apoyarlas; porque, como decía muy bien un compañero nuestro y muy querido amigo mío, la pasión engendra la injusticia, y la injusticia es madre de la catástrofe.

Apenas se había repuesto el país de las heridas que en estos últimos tiempos recibiera, cuando sobrevino la actual situación. Nada diré de la oportunidad de su advenimiento, ni de los medios que se emplearon para realizarlo, ni, en fin, de la manera como se llevó a cabo. Ni yo debo iniciar estas cuestiones en este momento, ni tampoco es la presente ocasión de discutirlas y provocarlas; pero es lo cierto que lo inesperado del acontecimiento, el deseo patriótico de no desunir las fuerzas vivas del país, ocupadas en el Norte, donde comenzaba una batalla contra el carlismo, que hubiera sido decisiva, sin los accidentes tan desgraciados como inexplicables que después sobrevinieron, y que no quiero ahora recordar; el peligro de mayores males; el cansancio del país, todo, en fin, contribuyó a que los partidos monárquicos que no habían tenido parte alguna en aquel acontecimiento lo aceptaran con resignación, y asta sin saña los que aún dudan de que la Monarquía pueda ser compatible con la libertad.

La abnegación que de unos consiguió el patriotismo, que la expectativa ocasionada por la duda logró de otros; la resignación que todos tuvieron ante el temor a mayores males para el país, ya víctima de dos guerras civiles, eran poderosos medios que el Gobierno podía haber aprovechado para cortar la peligrosa reproducción de hechos que repetidamente nos han llevado al borde del abismo, y puesto en peligro la libertad a costa de tantos sacrificios conquistada. Era tarea fácil y agradable, y en aquella ocasión en manera alguna peligrosa, el conceder a todos imparcialidad y tolerancia, que es lo que el partido constitucional quería haber alcanzado, no sólo para sí, sino para todos los partidos que dentro de la ley y por medios pacíficos aspiran al triunfo de sus doctrinas y a su aplicación gubernamental; que es, en una palabra, lo que en derecho corresponde a los partidos, lo que de justicia se les debe.

El Gobierno desaprovechó tan favorable ocasión y el medio de cumplir con lo que hubiera sido su primer deber a no haber existido la guerra, porque claro está que el primer deber de todo Gobierno, en las circunstancias que hemos atravesado, era procurar la terminación de la guerra, pero después de esto, su primero, su único deber (y sin que hubiera hecho más que eso hubiera alcanzado gloria en la posteridad) era respetar los derechos de los partidos, suavizando así la pendiente y presentando al nuevo Monarca ancho campo en que poder ejercer libremente su más preciada prerrogativa en la gobernación del Estado. En vez de esto, empezó por cerrar la puertas de los comicios a partidos enteros bajo la calificación, más que absurda, peligrosa, de partidos ilegales, y dejó sólo entreabierta la puerta a aquellos que aceptó en la lucha. Y por medio de sus gobernadores, y éstos por medio de sus alcaldes, han hecho unas elecciones, no sólo de partido, unas elecciones, no sólo ministeriales, lo cual era gravísimo mal en este caso, sino que se han hecho elecciones de amigos y apaniguados, lo cual es un mal de difícil remedio, porque han venido a avivar el odio de los partidos, y además de esto a introducir la perturbación y la desconfianza en el seno de cada partido.

Mermados los derechos de los ciudadanos, ¡qué digo mermados! Suspendidos los derechos de los ciudadanos; sujetos los españoles a las facultades extraordinarias que el decreto sobre embargos de bienes y destierros concede al Gobierno sin más limitación que su prudencia; muda la prensa, obligada por los procedimientos arbitrarios a que está sujeta, a arrastrar una vida miserable; nombradas sin intervención del país las corporaciones populares; cambiados fuera de los términos establecidos por las leyes los jueces y fiscales municipales; subsistentes, en fin, otras medidas de la misma índole que pueden ser necesarias en el estado de guerra que hemos atravesado, pero que de cualquier modo ahogan la iniciativa de la opinión, en pro del Gobierno, y destruyen por completo y anulan la conciencia pública, la lucha electoral era de todo punto imposible.

Pero era tal, Sres. Diputados, eran tan patriótica la actitud de los partidos, que a pesar de estas circunstancias extraordinarias, todos se presentaban dispuestos a entrar en lucha con su bandera desplegada, sin coaliciones (ya que las coaliciones ha sido el arma a que han apelado a veces las oposiciones para poder resistir a los Gobiernos), con una sola condición. Se presentaban a la lucha en medio de estas condiciones desfavorables, con sola una condición: que no habían de ponerse los medios de que el Gobierno disponía, al servicio de ningún partido ni de ningún candidato.

No obstante los extraordinarios elementos de que se valieron los representantes del Gobierno en la mayor parte de las provincias, tuvieron que emplearse otros, violentando de tal manera las elecciones, que no sólo se inutilizaron las pretensiones de la mayoría, sino que hasta se quitó fuerza a las oposiciones; y al mismo tiempo que se guardaba imparcialidad, y hasta se concedía tolerancia a algunos candidatos de oposición, se procedía tan cruelmente contra otros, que se vieron obligados a retirar sus candidaturas, vencidos en el campo electoral bajo tan abrumadores medios.

De manera, Sres. Diputados, que no sólo se emplearon recursos extraordinarios, incompatibles con la práctica regular del sistema representativo, en las elecciones, sino que se emplearon con una desigualdad verdaderamente irritante. Tengo la evidencia de que si con los que nos sentamos en estos bancos, de todas las oposiciones, se hubiera hecho lo mismo que se ha hecho con muchos de nuestros amigos ausentes hoy de aquí contra la voluntad del cuerpo electoral, hubiéramos todos seguido su misma desgraciada suerte.

Pero es que ni con nosotros ni con todos los que han tenido la desgracia de no venir aquí, aunque tenían medios de venir, se puede ni se debe emplear semejante procedimiento.

Yo creía que al inaugurarse el nuevo reinado podía inaugurarse una nueva época de verdad, de sinceridad en el sistema electoral, base del sistema representativo, con tanta mayor razón cuanto que ni coaliciones, ni retraimiento, ni actitud hostil de los partidos lo estorba- [427] ban; y por lo tanto, la imparcialidad -¡qué digo imparcialidad!- la deferencia que ha podido tener el Gobierno con todos los candidatos hubiera sido justa compensación de los medios extraordinarios de que le inviste la dictadura.

¿El Gobierno quería ser juez y parte en la contienda? ¿Quería luchar contra los partidos? ¿Tenía interés en sacar triunfantes sus candidatos? Pues, Sres. Diputados, repito, era imposible la lucha; porque el gigante luchando con el niño, aunque el gigante no quiera, aplasta al niño. ¿Quería, por el contrario, el Gobierno, al inaugurar el nuevo reinado, inaugurar una nueva política en el sistema representativo, preparándose a la contienda, considerando como buenos a todos los candidatos que dentro de las leyes se presentaran en los comicios, convirtiéndose en juez del campo y dejando en libertad al cuerpo electoral para que pudiera ejercer con entera independencia sus elevadísimas funciones? Entonces los partidos podían ir a la lucha, aun en las malas condiciones en que se encontraban.

Esto es lo que la comisión del partido constitucional fue a exponer al Gobierno en las dos conferencias que con él tuvo la honra de celebrar; fue a exponerle esto, y a pedir además para este partido y para todos los demás garantías de imparcialidad. En esas conferencias nada se pactó, porque no hay pacto posible entre quien demanda justicia y entre quien tiene obligación de otorgarla: los que han creído otra cosa, los que han supuesto que la comisión del partido constitucional fue a ver al Gobierno para regatear con él miserablemente unos cuantos distritos para sus amigos, para entrar en tratos y contratos tan indignos del Gobierno como de ellos, no han hecho otra cosa que juzgar a los demás por el criterio de sus raquíticas aspiraciones.

El Gobierno ha ganado las elecciones. ¡Valiente hazaña! No faltaba sino que, dados lo medios de que disponía, y queriéndolas ganar, las hubiera perdido. Pero no debe vanagloriarse mucho de su victoria porque con más razón que Pirro puede el Gobierno repetir estas famosas palabras: "Otra victoria como ésta y estoy perdido." Porque ¿qué ha alcanzado, en efecto, el Gobierno con ganar las elecciones, y sobre todo, qué ha alcanzado el país? ¿Sabéis lo que el país ha ganado? Pues ha ganado un partido más sobre los muchos que había en España: "éramos pocos, y parió mi abuela." Pero han quedado subsistentes todos los demás, y lo que es peor, tan divididos, tan enconados, tan encarnizados al principio del reinado de D. Alfonso, como lo estaban al fin del reinado de Doña Isabel. A mí me entristece y me asusta esta idea.

Los mejores propósitos de este Gobierno, y los de cualquiera que le suceda, han de ser estériles sin la oposición leal y templada de todos los que están inspirados por la misma idea y solicitados por las mismas corrientes, y sobre todo, sin que los partidos dentro de una legalidad común estén en perfecta inteligencia y puedan marchar con paso firme y seguro dentro de esa legalidad a las soluciones que la ciencia y la experiencia estimen convenientes. Pero esto exige, Sres. Diputados, de los partidos que dentro de una legalidad común militan; que se traten como amigos, no como enemigos, estableciéndose entre ellos una política levantada, conciliadora, generosa, que tienda a dar fuerza y popularidad a las instituciones, confianza al espíritu público, y permita deslindar las opiniones políticas sin encono, sin pasión, como conviene a la dignidad de las instituciones.

Llevado el partido constitucional de tan patriótico deseo, hubiera hecho en vuestra situación las elecciones del modo siguiente: limitadas, como ya iban limitándose, las facultades extraordinarias, hubiera procurado llevar la representación de todos los partidos a los Ayuntamientos y a las Diputaciones provinciales; y una vez que todos hubieran tenido representación en las Corporaciones populares, una vez que todos hubieran podido vigilarse mutuamente, una vez que todos hubieran tenido garantías de libertad, hubiéramos entrado en el período electoral, comenzando por las elecciones de Ayuntamientos, siguiendo por las de Diputaciones, y aconsejando a los partidos que en la elección de unas y otras Corporaciones acallaran sus pasiones políticas, para no llevar a los Municipio y a las Diputaciones sino a las personas más honradas, más celosas y más inteligentes de cada partido en las respectivas localidades. Y hubieran venido, por último, las elecciones de Senadores y Diputados a Cortes, y en ellas no hubiéramos designado candidatos ministeriales.

Vuestros candidatos ministeriales, mientras tengan la significación que hasta ahora han tenido, y sigan teniéndola, serán, Sres. Diputados, no lo dudéis, planta maldita, que como la hiedra al árbol, irá consumiendo la existencia del sistema representativo. (Murmullos en los escaños de la derecha) ¡Ah, Sres. Diputados!; ¡qué bien parece que os va con ese sistema, puesto que sin duda significáis que no comprendéis o no queréis otro! (El Sr. Carames: ¿Y los Lázaros?) No hay Lázaros que valgan; yo explicaré, si es necesario, eso: yo he hecho unas elecciones que son mi orgullo político, yo n he señalado candidatos ministeriales, y la elección que ha dado aquí la representación más alta que ha tenido este país dentro de los elementos populares, se hizo sin candidatos de orden y gobierno, porque tuvo el Gobierno que luchar con la coalición más poderosa que se ha formado jamás contra ningún Gobierno constituido, y entonces se vio en la necesidad, no de candidatos oficiales, sino de candidatos de orden y gobierno, porque se trataba de salvar la libertad y de salvar el orden. (Murmullos).

El Sr. VICEPRESIDENTE (Elduayen): Orden; que no se interrumpa al orador desde ninguna parte.

El Sr. PEÑUELAS: ¿Es que no queréis oír la verdad?

El Sr. SAGASTA: ¿Es que se puede aquí traer unas elecciones y no otras? ¿Pues qué había de hacer aquel Gobierno ante unas elecciones que no eran más que un pretexto de conspiración contra una situación legalmente establecida? No era más que un pretexto de conspiración, porque se tomaron los comicios como escudo para conspirar a favor del carlismo, y aquello fue lo que le dio aliento y vida; en lo cual muchos de los que os sentáis en los bancos de la mayoría tenéis una gran responsabilidad, porque pertenecéis a aquella desastrosa coalición. Pero aun en esas elecciones, hechas en tales circunstancias, ha pasado lo que habréis olvidado; el Gobierno fue derrotado en Madrid, y yo, Ministro de la Gobernación, fui derrotado en un distrito en el que había vencido otras veces como candidato de oposición.

No, no vengáis a comparar elecciones con elecciones, porque para eso es necesario comparar tiempos con tiempos, hoy que no ha coaliciones como la que antes he citado, ni actitudes hostiles de los partidos que obliguen a tomar ciertas precauciones, no ha debido haber candidatos ministeriales, porque los candidatos ministe- [428] riales son la muerte del sistema representativo. (Sensación) Y me alegro mucho de que os vayáis persuadiendo de la verdad de lo que digo. Por lo demás, Sres. Diputados, si algunos que hoy figuran en la mayoría entraron en aquella coalición, debo recordar aquí que el Sr. Cánovas del Castillo, no sólo no quiso entrar, sino que contra ella protestó, como debía protestar todo hombre de orden, todo hombre que se llama conservador.

Pues bien; hubiéramos procurado, como he dicho antes, no tener candidatos ministeriales; y como gobierno, no nos hubiéramos preocupado para nada de perder o ganar las elecciones, seguros de que con aquel procedimiento hubieran ganado las instituciones y el país, que es en lo que consiste el verdadero triunfo de un Gobierno. El actual ha hecho otra cosa; ha preferido tomar parte activa en la lucha, combatir contra los partidos, es decir, humillarlos; porque cuando los partidos se vencen los unos a los otros, no hay humillación para ninguno: en lo que hay humillación, lo que les indigna, es que los venza el Gobierno, puesto que para vencerlos tiene que valerse de los medios y de los recursos que el país pone en sus manos para defender por igual, y por igual proteger, a todos los ciudadanos y a todos los partidos.

El Gobierno ha preferido, pues, que ante él se presenten vencidos y humillados, para que desciendan a la arena política, no movidos por su conciencia, sino impulsados por la pasión y arrastrados por el despecho; y con la política que inspiran la pasión y el despecho, no se afirman las instituciones, ni se crean grandes partidos, ni se establecen situaciones respetables, ni se engrandece ni se regenera la Patria.

Y ya que me he ocupado de la prensa al hablar de las elecciones, voy a decir algo acerca de ella. Es verdaderamente una desgracia que mientras las necesidades de la guerra obliguen a tomar toda clase de medidas, la prensa gima bajo el duro yugo de la dictadura; pero erigir para la prensa como sistema, y como sistema permanente, los medios violentos, la arbitrariedad, que sólo pueden ser tolerables como medios transitorios para dar la paz al país, eso no se comprende, y mucho menos en hombres que, como vosotros, no sólo os preciáis de liberales, sino hasta de revolucionarios. Pues esto es lo que sucede con los decretos a que se halla sometida la imprenta, y que, como gracia especial, se han expedido, haciendo un esfuerzo de liberalismo, para el periodo electoral. Buen porvenir le espera a la prensa en los demás periodos, sin en el electoral se la ha sometido a estos decretos, complementados con una circular que, si se lleva a cabo con todo rigor, sería imposible la publicación de ningún periódico, constituyéndose de este modo la traba más grande que hasta ahora se ha puesto en España a las publicaciones de todo género.

Tampoco he de entrar en el examen de estas dos elucubraciones, cuyo autor, especialmente el de una de ellas, nos es todavía desconocido; pero baste decir, para comprender hasta dónde llega el efecto de las famosas medidas a que la prensa está sometida, que ha sido cerrada una imprenta nada más que por haber impreso un aviso que se fijó en los sitios de costumbre, advirtiendo que un baile se había suspendido por orden de la autoridad; y con efecto, por orden de la autoridad el baile se suspendió. Pues por ese sólo hecho, la imprenta fue cerrada, y selladas sus puertas y ventanas, como si se hubiera cometido el más atroz de los delitos.

Parece que el Gobierno pone en duda la verdad de lo que acabo de referir, y voy a decir la imprenta que se ha cerrado. (El Sr. Ministro de la Gobernación: No importa.) ¿Qué, no importa que por una disposición de la autoridad se pueda cerrar una imprenta y destruir una industria por el delito de haber impreso un aviso diciendo que se suspendía una función? (El Sr. Ministro de la Gobernación: No es por eso.)

Pues hay más, Sres. Diputados; no es esto sólo, sino que no se puede repartir una esquela de defunción sin el pase de un negociado que se llama de la Prensa, y que se halla establecido en todos los Gobiernos de provincia. Hasta tal punto se puede llegar, que si por causa de las tribulaciones a que da lugar en el seno de una familia una desgracia semejante no se ha cuidado de obtener a tiempo el pase de ese negociado de la prensa, o no se ha podido obtener con oportunidad, porque esa oficina no puede ser permanente, sucederá una de dos cosas: o el pobre muerto tendrá que ir sólo al cementerio, o el impresor se verá expuesto a ver cerrada su imprenta y perdida su industria.

Si para cosas semejantes se halla la imprenta sometida a tales medidas, ¿hasta dónde llegarán cuando se trate de todo lo que a la política y a la administración se refiere?

Sucédenos, señores, con la libertad de imprenta lo que con todas las demás libertades, y es, que con ese tejer y destejer, con ese modo de destruir lo que otros hicieron, sin dar lugar al desenvolvimiento natural de las medidas que se destruyen, estamos condenados a sufrir los inconvenientes de la libertad y a no gozar de ninguna de sus ventajas. La prensa, por ejemplo, está sujeta, tiranizada, encadenada; viene la revolución, rompe las leyes, y la prensa se desborda, y violentamente se desencadena, y en su desbordamiento y en su locura lo envilece y lo deshonra todo.

Pero el desbordamiento va pasando; la misma libertad en que se mueve va abriendo su cauce natural, va determinando su régimen; y cuando ha terminado el frenesí, cuando empezamos a disfrutar de las ventajas, entonces vuelve a desbordarse la prensa, y se la vuelve a encadenar, y vuelve a cometer las mismas locuras con el frenesí que ya perdió. Pues a pesar de esto, señores Diputados, no son tan grandes los inconvenientes ni de esa ni de ninguna otra institución. Y respecto a la prensa, señores, yo soy testigo de mayor excepción, porque, fuera de Mendizábal, no recuerdo ningún hombre político más maltratado que yo por la prensa. Según la prensa, yo soy un soberbio, un tirano, un déspota, un Nerón y hasta un malvado; se me ha presentado ante la opinión pública, ante las gentes que no me conocen, como un hombre atroz, como un energúmeno, como una especie de ogro que se come los niños crudos, y que deja los grandes porque no le parecen bastante tiernos. (Risas.)

Pues bien, ¿y qué? ¿Me ha pasado a mí algo desagradable con eso? No me ha pasado nada. Cuanto más violenta, cuanto más apasionada, cuanto más injusta ha sido conmigo la prensa, más me ha levantado en la opinión pública; y es que la prensa no hace daño más que cuando tiene razón. Cuando se entrega a la pasión, a la calumnia, a la violencia, en vez de rebajar, enaltece, y no queda más que uno envilecido: el que, abusando de la libertad, se vale de tan indignos medios. No os asustéis, por tanto, de la prensa; no deis lugar a que se os pueda decir a vosotros lo que un siempre amigo mío decía a otro, en frases robustas, en uno de sus mejores discursos: "No hagáis lo que la gallina empollan- [429] do huevos de águila, que al ver salir a los polluelos del cascarón huyó espantada de sus propios hijos. "

Pero además, Sres. Diputados, ¿comprendéis la prensa sujeta, la prensa aherrojada y la tribuna libre? ¿No veis que es inútil? La prensa aherrojada y la tribuna libre son dos cosas que rabian de verse juntas; son dos cosas incompatibles, como es incompatible (y ahora voy a contestar, ya que me encuentro de paso con el Sr. Ministro de Gracia y Justicia) la dictadura con la existencia de las Cortes.

Extrañaba el Sr. Ministro de Gracia y Justicia que mi amigo el Sr. Romero Ortiz preguntara cuándo piensa el Gobierno desprenderse de la dictadura, diciendo: " ¿No veis que es incompatible con la existencia de las Cortes? " ¡Y se extrañaba el Sr. Ministro de Gracia y Justicia de que esa pregunta la hiciera el Sr. Romero Ortiz estando al lado mío! Su señoría ha fundado su extrañeza en un error que a mi vez extraño yo mucho en la ilustración del Sr. Martín de Herrera.

¿Qué es la dictadura tal y como viene ejerciéndose, tal y como la ha hecho necesaria una guerra prolongada y sangrienta? Es la voluntad omnímoda del Gobierno, es el capricho absoluto de los gobernantes, sin más que su prudente limitación, para todas las medidas que quiera tomar con las personas y con las cosas. Y esto sólo se puede tolerar en estados de guerra como el que acabamos de pasar; pero fuera de eso, y con las Cortes abiertas, imposible.

Lo único compatible con las Cortes es la suspensión de las garantías constitucionales, que no tiene nada que ver, ni con mucho, con la dictadura. Lo único que es compatible con las Cortes, y tan compatible como que las Cortes son las que han de establecerla, es la suspensión de las garantías constitucionales; y la misma Constitución establece ciertos límites a los cuales tienen que atender las autoridades y que implican la existencia de una ley que establezca las reglas a que han de sujetarse esas autoridades en sus relaciones con los ciudadanos para el ejercicio de los derechos individuales. ¿Y qué tiene que ver eso con la dictadura? Terminada la guerra en el Norte, pacificado hace ya tiempo el Centro y Cataluña, la dictadura no puede sostenerse.

Decía el Sr. Ministro de Gracia y Justicia: es que hay peligros todavía. ¿Peligros todavía? ¿Peligros ahora que acabamos de vencer con las armas una grande insurrección? ¿Peligros ahora que además de la fuerza moral que da la victoria, tenéis la fuerza material de 200.000 soldados vencedores para sostener el orden público? Pues si ahora hay peligros, ¿cuándo hemos de vivir en este país sin temores y sobresaltos? ¡Peligros ahora! ¿De dónde pueden venir y cómo pueden venir? ¡Ah, señores! Esos peligros no pueden menos de ser forjados por lo que no es más que impotencia y despecho. Todo eso de peligros es estos momentos debe tener mucho de lo del "Enando de la Venta, " gran cabeza, hueca voz, pero si llega el caso, que no llegará?nada.

Pero aun en el caso de que existan esos peligros que considero imaginarios, o por lo menos exagerados, el Gobierno tiene medios de proveer a ello, y para eso debe venir ante la Representación nacional a pedir, si lo cree necesario, la suspensión de las garantías constitucionales. Las Cortes se la otorgarán; no la creo indispensable; otórguensela en buena hora: conceptúo que para precaver esos peligros basta la vigilancia de las autoridades. De todas suertes, la dictadura no puede continuar con Cortes abiertas, porque su autoridad sería ilusoria y su indignidad se vería arrastrada por los suelos, si al mismo tiempo que el Parlamento ejerce sus funciones, no queda para los ciudadanos y para los partidos más salvaguardia que la voluntad de los gobernantes, ni más garantía que la prudencia de los agentes de policía, que, desgraciadamente, no suele ser muy grande.

Me he distraído un poco de mi principal objetivo, y vuelvo a entrar en el curso natural discutiendo el dictamen de la comisión.

"Vivamente desea esta Cámara, dice la comisión, que el arreglo de los asuntos pendientes consolide y estreche las relaciones por dicha reanudadas con la Santa Sede. "

Los principios constitucionales establecidos sobre materia religiosa iban desenvolviéndose sin inconveniente ninguno, al mismo tiempo que se hacían efectivas las garantías otorgadas al ejercicio público o privado que no fuera el de la religión católica apostólica romana; y de esta manera, y sólo con las limitaciones impuestas en la ley fundamental del Estado; de esta manera y sobre esta base pensaba el Gobierno constitucional, sin menoscabo del respeto debido a las disposiciones de los poderes públicos, cimentar las relaciones que deben existir entre la Iglesia y el Estado; y de esta manera y sobre esta base, es decir, sobre el artículo constitucional de la ley fundamental del 69 y sus naturales consecuencias, la Santa Sede trataba ya con el Gobierno español. Las conferencias iban tan bien y por tan buen camino, que el arreglo de las dificultades, que todavía está pendiente, estaba casi terminado: y digo casi terminado, porque en realidad dependía su terminación de una cuestión de maravedíes: de la consignación del clero, y de la manera de atender al pago de sus atrasos. Todas las demás cuestiones estaban con Roma tratadas, y en su base aceptadas con benevolencia.

Debo decir, en honor de la verdad, que los negociadores en nombre de la Santa Sede, haciéndose cargo de la penuria del Tesoro, no fueron en esto demasiado exigentes; y por nuestra parte no pudo haber dificultad alguna seria, colocada la cuestión en este terreno porque siendo justo no negar a la Iglesia la protección que se le debe, el Gobierno estaba dispuesto a ser solícito dispensador de esa protección, al mismo tiempo que celoso defensor de las prerrogativas que en la disciplina exterior de la Iglesia le corresponden, procurando hacer desaparecer los obstáculos que sostenían el estado lamentable en que el clero se encontraba separándole al mismo tiempo de las luchas políticas, tan ajenas a su elevado carácter como a su sagrada misión.

Un mes más aquel Gobierno, y las diferencias que están pendientes hoy, hubieran quedado terminadas, y establecidas las relaciones con la Santa Sede; y todo sobre la base de la Constitución del 69. ¿Y qué ha sucedido después? ¿Por qué esas diferencias a punto de terminarse hace quince meses, están por concluir todavía? ¿Quién tiene de ello la culpa?

¡Ah, señores! Si aquí no se pretendiera hacer lo que no se hace ya en ningún país; si no se trajeran al debate cuestiones que en ninguna parte se discuten; si no se hubiera suscitado inconveniente y peligrosamente la cuestión religiosa, nuestras diferencias con la Santa Sede estarían terminadas, y podríamos vanagloriarnos hoy con su amistad, como nos vanagloriamos de la amistad con las demás Potencias del mundo. [430]

Señores Diputados, es la libertad religiosa una libertad que se desprende de un derecho que nace con el hombre, porque la religión no es cosa social, es cosa individual. La religión es la relación entre Dios y el hombre, no entre el hombre y el hombre: y si éste como ciudadano tiene el deber de someterse a las leyes de su país, como fiel no tiene que habérselas más que con su conciencia y con Dios, sin que individuos, ni sociedad, ni Poder alguno, pueda obligarle a elegir una Iglesia con preferencia a otra, ni a buscar su salvación por medio de ritos y de signos que a su conciencia repugnen.

Si este principio puede por mucho tiempo estar desconocido en un país, y aun ser peligrosa su discusión repentina, y mucho más peligrosa en un país como España, por sus preocupaciones, por su fanatismo, por tiranía impuesta y tolerada; desde el momento en que el principio se ha reconocido y planteado, no sólo es absurdo volver sobre él, sino que es hasta inhumano.

La libertad religiosa, como decía muy bien mi amigo el Sr. Romero Ortiz, una vez establecida, es indestructible. Y esto, Sres. Diputados, no se discute ya en ninguna parte; se discute en algunas si conviene o no que el Estado, teniendo ya una religión, proteja a todas las demás, o desprendiéndose de todas, no proteja a ninguna; se discute en algunas si conviene o no separar la Iglesia y el Estado para venir a la famosa fórmula de la Iglesia libre en el Estado libre; pero lo que no se discute en ninguna parte es que el Gobierno sea dispensador de la verdad religiosa y juez supremo de las creencias de los ciudadanos con el ritual y las prescripciones que le convenga imponer. Y como eso no se discute en ninguna parte, y como es una vergüenza discutirlo, y como yo presumo vivir en un país civilizado, y en ningún país civilizado se habla ya de esto, no quiero discutirlo en el mío.

Pero tengo el derecho de recriminar al Gobierno por haber suscitado esa cuestión, por haber permitido que la susciten sus amigos y deudos, desmintiendo así su ilustración, sus antecedentes, sus compromisos, viniendo a perturbar las conciencias timoratas, atemorizando a los tímidos, prestando aliento a los aviesos (que en eso de conciencias hay de todo en la viña del Señor), dando un espectáculo poco digno de un pueblo serio bajo el punto de vista del derecho político admitido en materias religiosas y trazado como con un compás por todos los pueblos del mundo. En virtud de ese derecho están aquí los extranjeros adorando a Dios con los ritos y fórmulas que tienen por conveniente, ni más ni menos que los españoles lo hacemos en otros países que no son católicos, ni más ni menos que los que no son católicos lo hacían en los dominios que eran del Sumo Pontífice. ¿Cómo, pues, habían de terminarse las diferencias que tenemos con la Santa Sede, si al mismo tiempo que aquí se suscitaba inconvenientemente la cuestión religiosa, se mandaba un embajador a Roma ¡infantil previsión! a concordar con el Papa la tolerancia y la libertad religiosa? El Papa aceptaba la libertad religiosa en España, como la ha aceptado en todas partes: el Papa no puede ni debe concordarla. Al ver, pues, el Sumo Pontífice que se le iba a pedir lo que él mismo creía que estaba establecido y no tenía necesidad de conceder, ha hecho bien en lo que ha hecho; ha empezado a poner dificultades, porque no puede ni debe consentir en ese punto hasta llegar a la unidad católica, hasta llegar a la intolerancia religiosa.

Espero, por lo tanto, que cuando esta cuestión haya de tratarse más especialmente, el Gobierno volverá sobre sus pasos y aconsejará mejor a sus mal aconsejados amigos; y entre tanto, a los Obispos que nos han inundado de exposiciones, algunas de las cuales están redactadas en términos muy contrarios a su sagrado carácter y elevada misión a esos caballeros; que llenos de fervor religioso demandan del Monarca lo que el Monarca en ese punto no les puede conceder; y a esas fervorosas señoras que han seguido ese mismo camino? pero no, a las señoras no quiero yo decirlas nada; con las señoras no discuto, me doy siempre por vencido, sin perjuicio de hacer después, con su permiso o sin él, pero siempre guardándoles las cariñosas consideraciones que a su sexo le son debidas, lo que crea que debe hacerse. Pero a los Obispos y a esos caballeros que han seguido el mismo camino, debe decírseles lo mismo que se dijo a aquellos Obispos que presentaron multitud de exposiciones contra los ferrocarriles y a favor de los caminos carreteros, y contra los telégrafos, como invención satánica para que la idea del mal cundiera prontamente por el mundo, cuyo fin y destrucción creían ver venir a pasos agigantados por el alambre eléctrico.

Y además les diré que no deben creerse condenados tan sólo por vivir en un país en donde se consiente y en donde existe lo que se ha consentido y ha existido siempre en Roma, capital del orbe cristiano; y no deben estar tan intranquilos sus ánimos por lo que no ha causado sobresalto alguno en el del Sumo Pontífice, que es el Obispo de los Obispos y el Jefe de la Iglesia católica.

Y vuelvo al dictamen de la comisión; y siguiendo el orden del mismo, me encuentro con el párrafo siguiente:

"Tiene el régimen representativo condiciones propias, ineludibles, que el Congreso, al examinar los proyectos anunciados por el Gobierno, procurará asentar sólidamente en la ley fundamental del Estado?"

Parece que no hay aquí nada que hacer, y que tenemos ley fundamental del Estado.

Y dice después:

"? poniendo al propio tiempo nuestra legislación política y administrativa en armonía como aquellas condiciones inherentes a la Monarquía constitucional. "

¿Quién podría imaginar al leer este párrafo, que se dice por los Representantes del país que van a hacer una Constitución? Si se trata de hacer una Constitución, ¿por qué no se manifiesta en el discurso de la Corona? ¿Por qué guarda silencio sobre punto tan esencial el dictamen de la comisión? ¡Ah! Es que a poco que se haya meditado sobre esto se habrá observado que la Constitución hecha por los procedimientos que aquí se intentan será una obra sin base, un edificio sin cimientos, un cuerpo sin alma, porque carecerá en absoluto del único principio en que se apoya nuestro derecho constitucional.

¿Qué es una Constitución? Una Constitución es la ley que establece las bases sobre que descansa la gobernación del Estado, determinando la naturaleza, la extensión y las relaciones de los poderes públicos; en otros términos: es la regla que el pueblo dicta a sus mandatarios, estableciendo la competencia de los poderes públicos y sus mutuas relaciones.

No es, pues, una ley común que pueden hacer unas Cortes ordinarias; es, por el contrario, una ley fundamental que el pueblo ha de dictar a sus mandatarios, y sus mandatarios al Gobierno; y en este sentido, sólo el pueblo tiene derecho a hacerla y modificarla. El proyec-[431] to de Constitución, que desciende del Gobierno ni más ni menos que como desciende un proyecto de ley de caza o pesca, que se nos presenta para discutirlo y aprobarlo, teniendo que compartir nuestra soberanía con otro Cuerpo legislador como éste, y estando limitada además por la sanción Real de la Constitución hecha de esta manera no tiene el origen, ni el carácter, ni los requisitos de ley fundamental del Estado. ¿Pues no veis que invertís los términos de nuestro derecho político y del derecho político admitido en todas las sociedades modernas? ¿Pues no veis que en vez de ser el pueblo el que dicta la Constitución, el que la impone al Gobierno y la hace jurar al Rey, es el Gobierno el que impone la Constitución al pueblo; y que en lugar de subir la ley para ser Constitución, baja del Gobierno para ser una ley común? ¿No veis que en este concepto una Constitución no puede tener más carácter que el de Carta otorgada?

Una Constitución hecha de este modo, Sres. Diputados, ni tendría fuerza, ni inspiraría respeto, ni realmente sería tal Constitución del Estado.

Seis Constituciones llevamos en poco más de sesenta años. Salimos a Constitución por cada diez años; es decir, que cada diez años destruimos, desde el coronamiento hasta los cimientos, nuestro edificio político, sin que para nada sirva la experiencia de nuestros desengaños, sin que para nada sirvan los dolores que por esto hemos sufrido y hemos hecho sufrir a la Patria. Hoy, con nuevo reinado, la nueva situación cae en los mismos errores y viene a cometer las mismas faltas. No parece sino que pesa sobre nosotros una maldición que nos tiene condenados a volver siempre sobre nuestros propios pasos, como los caballos de noria, que pasan las horas andando, y en vez de adelantar, no hacen más que girar sobre el mismo camino.

Se comprende, señores, que al día siguiente de una revolución, cuando la fuerza y la violencia destruyen los poderes públicos, cuando con estrépito se derrumban las grandes instituciones y el pueblo ejerce por sí y directamente su soberanía, se comprende que se prescinda de la Constitución. Pero en tiempos de normalidad de los poderes públicos, cuando fuerza mayor a eso no obliga, es inconveniente, y además peligroso, suponer destruida la única Constitución que en todo o en parte se encuentra vigente.

La Constitución de 1869 subsistente está, aun cuando no estén vigentes todos sus artículos porque las necesidades de la guerra lo impiden; y en ella están basadas las resoluciones de los tribunales; de ella arrancan las decisiones del Consejo de Estado; de ella viven las iglesias católicas, las iglesias protestantes y las escuelas evangélicas; a ella se amolda el alto Cuerpo Colegislador en sus determinaciones; por ella gozamos nosotros las inviolabilidad del Diputado; en virtud de ella estamos aquí reunidos; en virtud de ella y por ella viven las Corporaciones populares, y en virtud de ella y por ella mantenemos las relaciones con los demás Poderes del Estado.

Es verdad que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros nos dijo que esta Constitución había sido derogada por las Cortes que inconveniente y violentamente proclamaron la República. Pero esto no es exacto, porque al proclamar la República, es verdad que violaron la Constitución en alguno de sus artículos, pero la declararon subsistente en todos los demás. Y las Cortes que se sucedieron, que venían con el ánimo de hacer otra Constitución no la derogaron, y se sometieron a ella: no la quería derogar hasta que otra Constitución la sustituyera, dando aquellas Cortes a este Gobierno la prueba más evidente de que eran más conservadores que vosotros.

Pero si porque unas Cortes, al desaparecer el Poder ejecutivo, en Poder ejecutivo se constituyeron, y violaron uno o más artículos de la Constitución, esa Constitución no existe, yo declaro muy alto que la Constitución de 1845 no ha existido jamás, porque jamás ha sido por el Poder ejecutivo cumplida.

Pero aun cuando, en efecto, la Constitución de 1869 hubiera sido por aquellas Cortes derogada, si ni aquellas Cortes ni otro Poder alguno tuvo después tiempo para variar la organización en la cual vive esta sociedad política, y si la organización del Estado, de los Ayuntamientos, de las Diputaciones, está fundada en la Constitución de 1869, era prudente y era propio de hombres de gobierno declarar subsistente esa Constitución hasta que otra viniera a reemplazarla, para que sobre ella se basara el organismo constitucional. Si creéis que esta Constitución tiene defectos, mi amigo el Sr. Romero Ortiz ha dicho el otro día también, con la claridad que descuella siempre en todos sus discursos, que la misma Constitución da los medios fáciles de remediarlos, hasta el punto de que no hay Constitución más conservadora en este concepto, en España ni en ningún otro país, puesto que ofrece la manera de reformarla sin apelar a períodos constituyentes en que siempre se exasperan las pasiones, y puesto que asegura más que ninguna las prerrogativas de la Corona, porque la ley de reforma ha de venir sancionada por ella.

Sobre este punto no digo más, porque mi digno amigo el Sr. Romero Ortiz ha sido muy explícito; pero como algunos han creído ver diferencia entre lo que el Sr. Romero Ortiz manifestó en este sitio y lo que yo he dicho fuera de aquí, declaro que no hay diferencia alguna, que yo hago mías las palabras pronunciadas por el Sr. Romero Ortiz en este sitio, así como él hizo suyas las mías pronunciadas fuera de aquí.

Si, pues, la Constitución de 1869 existe, y no puede menos de existir; si, pues, apeláis a ella para todo lo que os conviene, ¿por qué no os sometéis a ella en todo? Esto era lo fácil, esto era lo legal, esto os hubiera evitado muchas dificultades; lo demás es crear conflictos que pueden llegar a ser insuperables. ¿Habéis considerado, Sres. Diputados; ha considerado el Gobierno lo que podría suceder si por accidentes de la política, si por conflictos parlamentarios, si por complicaciones de un Cuerpo con otro Cuerpo, si por una de esas mil eventualidades que en la política ocurren, se viera el Gobierno en la necesidad de disolver estas Cortes? ¿Habéis considerado lo que pasaría disolviendo estas Cortes, que han venido a hacer una Constitución y que se iban sin hacerla? ¿Es que pensáis que el país puede estar el tiempo que queráis sin Constitución ninguna? ¿Es esto posible? La previsión más vulgar aconsejaba, no digo aconsejaba, imponía el deber de prevenirse para una complicación semejante, procurándose una Constitución, que no puede ser otra que la de 1869, porque en ella está basada la organización sobre la cual vive esta sociedad; Constitución que todos los días viene imponiéndose, y que todavía con más fuerza se os ha de imponer al resolver las dificultades que vosotros mismo os creáis.

Como escondida en las vaguedades del dictamen de la comisión, lo mismo que en el discurso de la Corona, se entrevé, que no se descubre, una cuestión, en mi entender, que debiera haberse tratado con más valentía [432] en este documento. No quiero recordar cómo vino al Trono D. Alfonso; pero una vez en él, y fortalecido por la victoria, hemos debido, sin ambages ni rodeos, prestarle acatamiento y pedir su concurso a la soberanía de la Nación.

El principio de nuestras instituciones, la base de nuestra sociedad política, la fuente de todo poder, es la voluntad de los más; o lo que es lo mismo, la soberanía de la Nación; y a menos que no pretendáis que los Reyes son de derecho divino, hay que confesar que las Naciones son dueñas de sus destinos, que tienen el derecho de adoptar el gobierno bajo el que deseen vivir, y de organizar o hacer organizar por medio de sus mandatarios las instituciones que les acomoden. Y si esto es verdad, ¿por qué al inaugurarse un nuevo reinado no le habéis basado sobre el único principio que puede servir de base duradera y permanente a todos los Poderes del Estado? Se crea un nuevo reinado sin que para nada se haga intervenir el principio de la soberanía nacional; y se trata de hacer una Constitución sin que el principio de la soberanía de la Nación intervenga: ¿qué hacéis, pues, de nuestros derechos políticos? ¿A dónde vais? ¿Qué pretendéis? ¿No veis que el desconocimiento de los derechos del pueblo en la exaltación de los Poderes puede traer mañana peligros para esos mismos Poderes que habéis levantado? ¿Y qué inconvenientes, qué peligros puede haber en asociar francamente al pueblo a los Poderes públicos que le han de regir y que le han de gobernar? Ha llegado el desconocimiento del principio de la soberanía de la Nación hasta el punto de no guardarse a las Cortes los respetos debidos. Que D. Alfonso está en el Trono, lo han sabido y lo saben las Cortes, como lo ha sabido y lo sabe el último de los ciudadanos, si es que en un país puede haber último ciudadano. Las Cortes están reunidas: ¿por qué no se nos ha comunicado el advenimiento al Trono por los medios oficiales y solemnes de antiguo establecidos, y ahora como siempre indispensables? Es necesario, Sres. Diputados, para que las Cortes de la Nación guarden el respeto a los demás Poderes del Estado, que los demás Poderes del Estado guarden el respeto debido a las Cortes de la Nación; es becario que los respetos entre los Poderes públicos sena recíprocos, sino ha de llegar el caso de que uno quede por otro absorbido; es necesario que no se pueda decir nunca en este país lo que decía un Rey llamado Grande, y en mi opinión menos grande que soberbio: "el Estado soy yo; " es verdad que aquel Rey, considerándose de origen divino, decía a un Obispo que ante su presencia se hallaba: "Estad tranquilo, monseñor, que Dios y yo estamos satisfechos de vuestra conducta; " y sin duda puso a Dios delante de su persona por pura deferencia o cortesía.

Pero ¿qué importa todo esto, ni qué vale, ante la panacea política que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros nos propinó el otro día? ¿Para qué se necesita la soberanía de la Nación, para qué las Constituciones, para qué nada, ante la herencia elevada a derecho absoluto, superior y anterior a toda ley escrita, a toda Constitución? Et bonus aliquando dormitat Homerus, dije yo al oír al Sr. Cánovas, tan estudioso, tan ilustrado, una teoría tal, que cuando era estudiante de la Universidad, y en la Universidad brillaba, como brilla en todas partes S. S., no se hubiera atrevido, estoy seguro, a sostenerla ante un tribunal de examen, por temor a las consecuencias. ¿Y no conoce el Sr. Presidente del Consejo, no conoce el Sr. Ministro de Estado, que ayer no sólo nos expuso esta misma teoría, sino que todavía la reforzó más, que ese derecho elevado a la altura que lo coloca el Sr. Cánovas sería absoluto, y entonces daría lugar, ocasionaría, producirla la Monarquía patrimonial, la peor de todas las Monarquías, peor que la Monarquía divina, peor todavía que la Monarquía feudal, aun en sus más abominables tiempos? No; ese derecho se desprende de la ley escrita, ese derecho existe en las Constituciones, ese derecho desaparece si las Constituciones en que está escrito desaparecen; y hoy ese derecho no existe en España, puesto que las Constituciones en que ese derecho está establecido han dejado de existir?

El Sr. VICEPRESIDENTE (Elduayen): Señor Sagasta, no puedo autorizar que S. S. siga en ese orden de consideraciones; S. S. no puede negar lo que es un hecho, y por consiguiente, no puede decir que no rige, ni menos aun entrar en las consideraciones en que parece que va a entrar. Creo oportuno, puesto que también S. S. ha sido Presidente de la Cámara y conoce muy bien el Reglamento, recordarle el art. 143 del mismo, que haré leer si es necesario.

El Sr. SAGASTA: No hay necesidad, porque lo sé de memoria; pero debo decir a S. S. que no ataco nada; lo que digo es que ese derecho, en absoluto, no existe; que ese derecho se modifica, es modificable; todas las Constituciones lo modifican al excluir la ciertas y determinadas personas, como se ha excluido a las hembras en muchos casos; como se ha excluido a todo aquel a quien la Nación o sus mandatarios crían ineptos para gobernar, y como se ha excluido a todo aquel a quien se creía incompatible con el bienestar de la Nación. Ese derecho no es absoluto, nace de la ley escrita, y cuando la ley escrita desaparece, desaparece el derecho. Ese derecho, Sres. Diputados, tuvo su primera trasgresión en el primer caso en que debiera haberse aplicado; y D. Sancho el Bravo, y D. Enrique de Trastamara, y Doña Isabel la Católica, y D. Felipe V, fundador de la dinastía borbónica en España, son otras tantas protestas contra la teoría del Sr. Cánovas.

Y viniendo a tiempos más próximos, ¿qué hubiera sido de ese derecho; qué hubiera sido cuando D. Fernando VII abdicó cobardemente la Corona en manos de Napoleón, si la soberanía de la Nación no la hubiera recogido para colocarla otra vez sobre aquellas sienes que tan poco la merecían? ¿Qué hubiera sido todavía de ese derecho, aun para Doña Isabel II, sin los esfuerzos y los sacrificios de ese heroico pueblo en una guerra de siete años, y si la soberanía de la Nación no hubiera sancionado el triunfo de las armas, y con su triunfo solemne y tranquilo no hubiese decretado su soberanía? Y aun cuando yo pudiera descender a tiempos más modernos, a días más próximos, me detengo, porque no quiero molestar al Sr. Presidente, siquiera esté yo discutiendo en términos generales, como ven los Sres. Diputados; pero no sólo no quiero hacer aplicaciones de lo que digo a nadie, sino que no quiero que parezca que las hago.

No diré más sobre este punto; voy a concluir con una pregunta, y estoy seguro de que la respuesta que se me dé echará por tierra el principio que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros sentó. Ha habido un periódico que ha tenido la gracia de decir que se destruye con una pieza de dos cuartos la teoría del señor Presidente del Consejo de Ministros. Pues ahora yo, sin gracia ninguna, porque no la tiene el asunto, voy a destruir esa teoría con la contestación que se me ha de dar. [433]

Pregunto: si mañana, lo que Dios no quiera, muere el Rey D. Alfonso XII, ¿quién le sucedería en el Trono?

De esta falta de valor en el Gobierno, de esta falta de decisión, de esto de no dar a los tiempos lo que de los tiempos es, nace indudablemente esa indiferencia que todo lo consume. Esto es indudablemente la causa de esa frialdad que todo lo invade. Con frialdad se reciben las disposiciones del Gobierno; con frialdad se hicieron las elecciones; en medio de la mayor frialdad se han reunido, las Cortes; frío es el discurso de la Corona; fría es la contestación; fríamente se recibían las noticias de la guerra, y no se ha acogido con tanto júbilo como fuera de esperar la noticia de la pacificación del país. Es que hay una fuerza interior misteriosa que se opone a toda expresión del entusiasmo; es que se ve que con la terminación de la guerra armada comienza otra guerra sorda que va a hacer estériles los sacrificios que aquella nos costó; es que en esa vacilación y en esas dudas nadie sabe dónde está ni a dónde se quiere llegar; es que se ha querido hacer creer que estamos en plena restauración y que se van a sacar las consecuencias lógicas e históricas a que toda restauración conduce. Si no es así, si el advenimiento de D. Alfonso XII no es la restauración, y no se tiene el valor de decirlo, ¿por qué no se tiene la resolución necesaria para abandonar el puesto? Es necesario asentar el Trono de Alfonso XII sobre la anchurosa base de la soberanía nacional, y en vez de anatematizar las ideas liberales, proclamarlas muy alto; en vez de destruir la Constitución de 1869, someterse a sus principios; y en vez de abolir las leyes que de ella emanan, aplicarlas decididamente.

Esas vacilaciones y esas dudas tienen a la mayoría en un estado próximo a la descomposición y en continuo sobresalto, dando por resultado que no hay una mayoría tranquila y serena que dé fuerza al Gobierno y esperanza al país. Así no se puede continuar: ni está bien la mayoría, ni está bien la minoría, ni está bien el país. Se levanta un Ministro procedente de la unión liberal, y se incomodan los moderados, y se incomodan los Ministros procedentes de la unión liberal, teniendo que volver apresuradamente el Sr. Presidente del Consejo de Ministros para contentar a los unionistas. No ganáis para sustos; estamos en continuo sobresalto, y el Presidente del Consejo de Ministros ya no es Presidente del Consejo de Ministros, sino zurcidor de voluntades.

Señores Diputados, preocupada la atención con la guerra, fija la vista en el sangriento drama cuyas últimas escenas han tenido lugar en las montañas de Navarra, es lo cierto que la opinión no se ha fijado, como en otras ocasiones lo hubiera hecho, en la conducta que el Gobierno ha seguido en otros asuntos de la administración, que por no tener relación con las necesidades de la guerra, que por ser completamente independientes de la cuestión de orden público, no debieron haber sido, lealmente obrando, sometidos a la dictadura.

Yo estoy fatigado, no puedo entrar en el examen detallado de cada uno de los ramos de la administración indebidamente y sin necesidad perturbados por el Gobierno, y voy a limitarme, variando el propósito que tenía, a formular un ligero resumen.

La administración de los pueblos se ha perturbado haciendo tal trasiego de Ayuntamientos, que hay pueblos que cuentan por semanas sus Municipios, emponzoñando así, más de lo que desgraciadamente están, las pasiones y exasperando los odios de campanario; se ha llevado hasta tan punto el rencor a los partidos y el exclusivismo de las ideas, que para satisfacerle se ha buscado en algunos casos a los procesados criminalmente, para administrar los intereses de los pueblos: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque ellos serán?concejales.

Ha perturbado los partidos, en vez de aunarlos para formar grandes colectividades, a fin de organizar un partido para su provecho; un partido que, como decía muy bien el Sr. Orovio el otro día, es el de los desengañados y descontentos, cuyo jefe, naturalmente, debe ser el Sr. Orovio, porque a ese partido le ha dado nombre y forma, diciendo que esta Monarquía no se puede sostener con otra política. La fórmula es consiguiente; es natural que en el refugio de la religión busquen auxilio los espíritus atribulados de todas las Magdalenas políticas.

Ha perturbado la justicia destruyendo las bases en que descansaba la organización del Poder judicial, para disponer así, con el nuevo que levantaba, como elemento de gobierno, de los jueces y fiscales municipales.

Ha perturbado la instrucción pública imponiendo trabas y límites a la ciencia; señores, cosa imposible; poner límites a la ciencia es más difícil que poner puertas al campo: y persiguiendo y maltratando a ilustres profesores como vulgares criminales.

Ha perturbado los servicios públicos destruyendo y violando leyes que habían ya concedido derechos, que, como las leyes diplomáticas consular y de intérpretes, habían sido aceptadas perfectamente bien en todas partes, y aun envidiadas por algunas de las Naciones más prósperas que la nuestra.

Ha perturbado la familia destruyendo leyes que habían producido derechos; y al dar bárbaros efectos retroactivos para echar abajo aquellos derechos, ha convertido aquellas uniones legítimas en ayuntamientos punibles y reprobados. Y ha consentido, ¡Sres. Diputados! Ha consentido el desenterramiento de los cadáveres de los que se habían casado civilmente para presentarlos, sin duda, como perros muertos, ante el mundo, atónito que contemplaba tales hechos. (Rumores. El señor Ministro de la Gobernación: ¿Dónde?) Ha ocurrido en Alfaro, en el Puerto de Santa María y en otra parte que ahora no recuerdo; pero ha habido tres casos. Y es más: lo han dicho los Boletines eclesiásticos, en los cuales aparece una orden ministerial consintiéndolo. Yo no hubiera dicho esto, porque me da vergüenza por mi país, si no lo supiera ya la Europa entera, porque lo han publicado los periódicos extranjeros.

Ha perturbado las conciencias agiganto las cuestiones religiosas; y ha perturbado la sociedad, puesto que la quiere tener sin ley fundamental a que someterse; ha quebrantado los reglamentos; lo ha perturbado todo por el gusto de perturbarlo, sin fuerza mayor que a ello le obligara, sin que las necesidades de la guerra lo demandasen, sin que el orden público lo exigiera; dando con este funestísimo precedente la razón a los demagogos en su manía de destruir. Porque, como decía Aristóteles, la anteposición de los intereses de las personas o de los partidos a los intereses de las personas o de los partidos a los intereses de la Patria es la verdadera demagogia. Y ahora, en lo más culminante de mi oposición al Gobierno, ¡cosa extraña! Voy a pedirle un favor que espero obtener por las circunstancias, por el momento en que me veo. [434]

Los carlistas que acaban de deponer las armas con las que nos han combatido, pueden volver sin cuidado a sus casas y vivir tranquilos en el seno de sus familias. No me opongo a esto, porque aunque en los deberes de mi cargo, cuando lo tengo, adopto todas las medidas de rigor que creo necesarias, como las adopto con sentimiento, no me atrevo nunca, tengo reparo en aconsejar a los demás que las adopten, y dejo a cada cual la responsabilidad en este punto. Pero llamo la atención del Gobierno sobre el contraste que va a resultar entre los carlistas que fatigados de la lucha pueden venir a buscar el descanso en el seno de sus familias, y los que no son carlistas, los que han combatido contra los carlistas, los que son liberales, en fin, que están expatriados o desterrados por orden superior.

El favor, pues, que pido al Gobierno en este momento, es que no considere de peor condición que a los carlistas a los liberales, y que levante la pena, que es verdadera para los que sufren, para los que están separados de sus familias, ya sean desterrados de la Península, ya expatriados por motivos políticos. Esto puede hacerlo el Gobierno sin temor ninguno. ¿Qué temor, señores, pueden inspirar los enemigos desarmados, cuando los armados tienen que venir a resignarse, vencidos por su mala suerte? Si complace ser siempre generoso, más complace cuando no hay peligro ninguno en serlo, y cuando además se ha vencido al enemigo; que no hay nada que siente tan bien a la victoria como la generosidad.

Y voy a concluir, señores, porque, más que mi fatiga, me apena seguramente vuestro cansancio.

Al advenimiento al poder del partido constitucional, se encontró el país víctima de tres guerras civiles, completamente deshecho. El Gobierno, sin más elementos que los que le dejara, salvando obstáculos insuperables, el Sr. Cautelar, con la reorganización del cuerpo de artillería, con la disciplina del ejército y con la nueva quinta, después de la destrucción de la fuerza pública, apenas podía hacer llegar su autoridad más allá del centro de España. El carlismo se enseñoreaba de las provincias más próximas a Madrid; la demagogia, dueña de los buques de guerra del Estado, dominaba en una de las plazas más fuertes de la Península y en uno de los más importantes arsenales. Y en esta tremenda situación, la sociedad se sintió conmovida hasta en sus cimientos, y la demagogia amenazaba establecer su lúgubre reinado en nuestra Patria. En tales circunstancias, capaces de poner espanto en el ánimo más fuerte, el Gobierno, asiéndose a la tabla que le dejara el señor Cautelar como perdida en las embravecidas olas de borrascoso mar, se resignó sereno a resistir, y empezó a organizar enérgicamente las fuerzas necesarias para vencer tantas y, al parecer, tan invencibles dificultades.

Pocos meses habían transcurrido, y a pesar de los obstáculos y de la resistencia que por todas partes encontraba, organizó, armó, proveyó de todo lo necesario a 200.000 soldados, habiendo tenido que pasar por la amargura, por el mayor de los sacrificios que se ha exigido jamás, habiendo tenido que sacar una quinta de 125.000 hombres de mayor edad, quinta que más que por su número, por su calidad, ha sido después la base de nuestras posteriores victorias. Pronto fue vencida la demagogia; las poblaciones en que dominaba entraron en la obediencia al Gobierno; los buques que tenía volvieron a poder del Estado; la autoridad recobró su imperio en todas partes; la sociedad estaba salvada; y el carlismo, que no había podido sacar de la disolución triunfante su bandera, se encontraba ya enfrente de Gobiernos, de autoridades, de elementos muy superiores.

En tal momento, Sres. Diputados, ante un Gobierno que había hecho tan grandes esfuerzos en tan poco tiempo, vino un suceso que nosotros no podemos menos de recordar siempre con tristeza, y que colocó a aquel Gobierno en la dura alternativa de contribuir a la tercera guerra civil en España, de producir quizás el triunfo del carlismo después de la demagogia triunfante momentáneamente en algunas partes, o de resignarse a ser vencido ante la ingratitud más insigne que registra la historia.

Otros hombres quizás hubieran hecho lo contrario de lo que nosotros hicimos; pero nosotros, españoles antes que políticos, que todo lo sacrificamos a la terminación de una guerra fraticida que tanta sangre y tantas desventuras costaba al país, y que en la unión de las fuerzas, a tanta costa reunidas, veíamos la paz próxima, no podíamos dudar y no dudamos; y después de salvar la lealtad que debíamos al Jefe del Estado entonces, y siempre nuestro amigo querido, proponiéndonos defender su legalidad enfrente del nuevo Poder que se levantaba, a cuya propuesta contestó con una abnegación que todavía no ha sido bien apreciada (Rumores), "mi patriotismo me impide contribuir a que haya tres Gobiernos en España, " con un patriotismo que a otros faltó, nos resignamos con la conciencia serena, pero dolorida el alma, a sacrificarnos a deslealtades que las almas nobles no comprenden, en holocausto a la libertad y a la Patria; a la libertad y a la Patria, hoy salvada en gran parte por aquellos ciudadanos que con inmensa amargura arrancamos de sus hogares para convertirlos como por encanto en esos batallones, en esos bravos batallones que suben por vericuetos inaccesibles, sembrando el campo de cadáveres, para conquistar, en medio de montañas convertidas en sepulcros pro la ingratitud de sus hijos, el último baluarte del absolutismo teocrático.

Todos los españoles han saludado con júbilo la paz; nosotros la hemos saludado, no sólo con júbilo, sino con el amor entrañable con que la madre vuelve a abrazar al hijo que creía perdido. La paz, término de nuestras desventuras, época de prosperidad para todos, era para nosotros premio a servicios prestados, fruto de nuestra abnegación, y por eso el día de la pacificación del país ha sido el día más feliz de nuestra vida, porque hemos podido dar tregua a nuestros resentimientos, expansión a nuestro patriotismo, y exclamar con la efusión de nuestra alma: ¡Bienvenida, paz suspirada! ¡Bendita sea! [435]



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